Cuando el mundo era un libro (3.ª y última parte)

III

Pero volvamos a nuestro pobre Job, a quien dejamos humillado en el polvo y la ceniza. Comentando el pasaje de la intervención de Yahvé, Fray Luis de León («por quien yo tuve y tengo gran cariño»), en su extenso comentario al libro, apunta alguna cosa digna de tenerse en cuenta para la materia que nos ocupa:

«La culpa de Job —escribe— fue no en tenerse por castigado sin culpa, que sin duda no la tenía…; ni haberle faltado paciencia para llevarlo, porque fue pacientísimo; ni haber sentido mal de la providencia de Dios o de su justicia, la cual confiesa en muchas partes y alaba; ni en la relación que de su vida e inocencia hizo, porque fue verdadera, sino en cierta demasía de palabras, a que pudo llevar un ánimo tan santo y tan recto la porfía de sus amigos injusta y molesta sobre un sujeto tan fatigado y herido. Y la demasía fue decir a Dios que, o le oyese y le respondiese, o que le oiría él y después le respondería; que pusiese su poder aparte y el espanto que a la criatura hace cuando se demuestra presente, y que viniese con él a llana y igual disputa con armas parejas, y que ansí escogiese, o el preguntarle Él y Job responderle, o al revés, responder siendo por Job preguntado. Que aunque en un alma por una parte tan pura, y por otra parte herida tan crudamente, el dolor y la buena consciencia y la seguridad que della nace cría naturalmente una santa osadía, que entre amigos se sufre y perdona; mas el juicio de Dios, fiel y puro…, tuvo por demasía faltar, por pequeña cosa que fuese, a la modestia y respecto que una bajeza debe a la grandeza divina, ante quien ni alzar los ojos debemos, cuánto más pedir razón de sus hechos, sino aceptar sus juicios seguros. Que quien es la razón y la bondad y el saber y la verdad y la misma justicia, la tiene en las cosas que hace».

Fíjense en el camino que hemos recorrido. Estamos en pleno siglo XVI, y esto lo escribe un hombre que ha sufrido persecución y cárcel por haber tenido la osadía de traducir y comentar libros como el  Cantar de los cantares o este mismo Job. El mundo ha dejado de ser un libro abierto, su explicación ha caído en manos de otro libro, ahora sagrado y solo interpretable por el dogma; pero todo intérprete sabe que no puede ponerse a discutir el honor de Dios. Esto quedó escenificado perfectamente en la obra de Jean Anouilh, Becket o el honor de Dios, que, como saben fue llevada al cine con el mismo título en 1964, dirigida por Peter Glenville, con Richard Burton y Peter O’Toole. Quizá Asesinato en la catedral, la obra de T. S. Eliot sobre el mismo asunto, es más sutil, porque intenta establecer el conflicto entre la libertad de conciencia individual frente al poder político; pero también esto acaba resultando un poco tramposo, porque las convicciones religiosas personales nunca pueden sustituir al contrato social. Es cierto que la obra de Eliot se escribió en pleno auge del fascismo, y pretendía ser indirectamente un alegato contra los regímenes totalitarios; pero ya sabemos que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones y con frecuencia produce efectos indeseables.

El problema es que, cuando las religiones se erigen en intérpretes del mundo, son peligrosas incluso cuando tienen razón, porque toda la razón se remite a un dios inaccesible al que, como leímos en Fray Luis, nunca se le puede pedir cuentas de nada. Juan José Tamayo-Acosta, teólogo aunque molesto para los obispos, ha hablado de «la facilidad con que los textos tenidos por revelados pueden convertirse en ideología y servir a intereses no confesados de poder, sean personales o institucionales» (Nuevo paradigma teológico, Madrid, Trotta, 2004, pág. 81). Ideología y poder. Piénsese en la sucesión de Antígonas que hemos visto. En 1942, en plena resistencia francesa, la Antígona de Anouilh era un símbolo de la lucha de la Resistencia contra el mariscal Pétain, que subyacía a la presencia de Creonte, el tirano de Tebas. En la época de Franco era un texto revulsivo, porque se interpretaba también como una afirmación contra el tirano. Pero en una sociedad laica, ¿se puede permitir que una convicción religiosa personal, ya se exprese en forma de funeral o procesión, prevalezca sobre la leyes naturalmente aceptadas y comunitariamente admitidas? Cuando el mundo era un libro, el concepto de naturaleza todavía no estaba contaminado por la religión; pero, miren por dónde, la categoría de antinatural se metió en las teologías del Libro para rechazar actitudes humanas, desde la masturbación a la homosexualidad, minuciosamente detalladas en los prontuarios casi pornográficos de teología moral, y desterrarlas al limbo de lo antinatural, cuando la lógica más elemental nos dice que natural es todo lo que está en la naturaleza. Pero si Dios siempre tiene razón, el libro del mundo está sujeto inexorablemente al fuego. Piénsese en Galileo y en todas las víctimas del pensamiento. La doctrina de los Testigos de Jehová está resumida en un viejo libro que lleva por título Sea Dios veraz. El título procede de un versículo de Pablo de Tarso, el que dice: «Sea Dios veraz y todo hombre mentiroso» (Rom 3,4). El problema es que los dioses callan y solo sus intérpretes vociferan.

Contra los intérpretes y tutores clamó Kant en su imprescindible y brevísimo ensayo «Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?». Sin ningún preámbulo Kant empieza diciendo que «Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad de servirse del entendimiento sin verse guiado por algún otro… Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración».

Kant atribuye a «pereza y cobardía» el que, habiendo ya llegado en teoría a una mayoría de edad («físicamente adultos», dice y subraya), sigamos sin liberarnos de «una conducción ajena». Él sabe que hay intereses creados para mantener esa dependencia de la lectura del mundo. No sin ironía alude a los tutores interesados en mostrar a la masa los peligros de dar «el paso hacia la mayoría de edad», por lo cual esos tutores, que «velan tan amablemente» por ella, «han echado sobre sí esa labor de superintendencia. Tras entontecer primero a su rebaño e impedir cuidadosamente que esas mansas criaturas se atrevan a dar un solo paso fuera de las andaderas donde han sido confinadas, les muestran luego el peligro que les acecha cuando intentan caminar solas por su cuenta y riesgo». En definitiva, se trata de evitar el penoso trabajo de pensar. «Actualmente —añade— oigo clamar por doquier: ¡No razones! El oficial ordena: ¡No razones, adiéstrate! El asesor fiscal: ¡no razones y limítate a pagar tus impuestos! El consejero espiritual: ¡No razones, ten fe!». Y, sabiendo que «el epicentro de la ilustración, o sea, el abandono por parte del hombre de esa minoría de edad de la que es culpable él mismo», reside en las «cuestiones religiosas», arremete contra «el despotismo espiritual de algunos tiranos frente al resto de sus súbditos», con objeto de dejar «libre a cada cual para servirse de su propia razón en todo cuanto tiene que ver con la conciencia». Kant es absolutamente explícito sobre la inmutabilidad de credos y de dogmas:

«Ahora bien, ¿acaso una asociación eclesiástica… no debiera estar autorizada a juramentarse sobre cierto credo inmutable, para ejercer una suprema e incesante tutela sobre cada uno de sus miembros y, a través suyo, sobre el pueblo, a fin de eternizarse? Yo mantengo que tal cosa es completamente imposible. Semejante contrato, que daría por cancelada para siempre cualquier ilustración ulterior del género humano, es absolutamente nulo e inválido; y seguiría siendo así, aun cuando quedase ratificado por el poder supremo, la dieta imperial y los más solemnes tratados de paz. Una época no puede aliarse y conjurarse para dejar a la siguiente en un estado en que no le haya de ser posible ampliar sus conocimientos (sobre todo los más apremiantes), rectificar sus errores y en general seguir avanzando hacia la ilustración. Tal cosa supondría un crimen contra la naturaleza humana, cuyo destino primordial consiste justamente en ese progresar; y la posteridad estaría por lo tanto perfectamente legitimada para recusar aquel acuerdo adoptado de un modo tan incompetente como ultrajante».

Atreverse a pensar. Atreverse a leer el libro del mundo, las páginas de la naturaleza, sin doctores de la ley, a los que, como en rebaños, solo importa el número de reses. Mientras los dos grandes misterios de la vida —el nacimiento y la muerte— eran territorio exclusivo de la fe, solo los sacerdotes legislaban sobre ellos. (Todavía mi suegro, cuando ya estaba en su lecho de muerte, le dijo no sin su habitual buen humor al sacerdote que se le acercó, y que solo a duras penas aceptó la broma: «Dentro de poco seré cliente suyo»). Ahora se sabe perfectamente de dónde procede la vida, se conoce el intrincado pero cartografiable mapa del genoma, e incluso ya es posible fabricar vida sin recurrir a una costilla. Y como los sacerdotes ven peligrar esa zona de poder hasta ahora nunca discutida, siempre monopolizada en las nebulosas regiones del misterio, se rebelan contra toda ley que no sea la suya, contra todos los hechos y palabras (facta et verba) que intenten erosionar su parcela cada vez más reducida de poder. Todavía les queda la de la muerte. Hace cuatro siglos Sancho podía decir que «todo tiene remedio menos la muerte». Pero cuatro siglos después, y quizá no tardando mucho, cabe añadir que «aun eso se verá».

En 1993, cuarenta años después de su publicación, Ray Bradbury puso un prólogo a Fahrenheit 451. Allí, entre otras cosas decía:

«Solo resta mencionar una predicción que mi Bombero jefe, Beatty, hizo en 1953, en medio de mi libro. Se refería a la posibilidad de quemar libros sin cerillas ni fuego. Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe. Si el baloncesto y el fútbol inundan el mundo a través de la MTV, no se necesitan Beattys que prendan fuego al queroseno o persigan al lector. Si la enseñanza primaria se disuelve y desaparece a través de las grietas y de la ventilación de la clase, ¿quién, después de un tiempo, lo sabrá, o a quién le importará?».

Hay que añadir otra más. En un mundo teóricamente alfabetizado, el libro puede convertirse en un instrumento de dominio si no se deslindan cuidadosamente las fuentes de información. Quizá con la mejor voluntad, pero con escaso acierto, se ha repetido hasta la saciedad: «¡Con tal que lean, que lean cualquier cosa!». Como si leer fuera un acto mágico que por sí mismo inyectara todas sus virtudes y no inoculara sus defectos. Los libros sagrados han sido deletéreos, cuando se han leído más allá de la literatura y se les han atribuido poderes rectores para el más acá y el más allá. Quienes conocían el efecto hipnótico de la letra impresa se cuidaron muy mucho de desterrar a los índices de libros prohibidos o a los círculos del infierno de las bibliotecas todo texto que pudiera abrir los ojos sobre la sumisión al orden establecido. El despertar a quien duerme era una obra de Lope de Vega y advertía justamente sobre los peligros de despertar al pueblo dormido. Pero hay una forma mucho más sutil: cerrar el libro del mundo para abrir multitud de librillos que imparten sin reflexión doctrina fácil y digerible, amparados en ese perverso latiguillo, producto de una mal entendida democracia, de que «todas las opiniones y creencias son respetables». Con su habitual sagacidad ya lo denunció Sánchez Ferlosio:

«Si con “toda opinión es respetable” solo quiere decirse que no hay que echar las zarpas hacia la yugular de quien sustente lo que uno no tenga por plausible, entonces “vale”, como dicen hoy; pero si lo que implícitamente se propugna es que hay que comedirse en las palabras de la controversia, digo que ninguna opinión es respetable, que todas han de ser atacadas con toda la apasionada subjetividad que es propia del más libre y más genuino entendimiento. En esto es especialmente ofensiva la actitud de los cristianos, a quienes los resabios de una larga hegemonía les hacen pretender como legítima una asimétrica exigencia de respeto para sus creencias. ¡Qué usurpación más inaudita la de quienes habiendo proscrito y aun quemado durante siglos los libros de los impíos quieren ahora confiscarles virtualmente la Sagrada Biblia, reclamando para sí el monopolio del derecho a administrar en exclusiva su lectura y su interpretación! ¡La Biblia es mía y no dejaré que me usurpen el derecho de blasfemar del iracundo barbudo del Sinaí, la más terrible tempestad que jamás precipitó sobre las pobres cabezas de los hombres, ni de invocar por mío, y tal como yo quiera, al niño de Belén o a Jesús de Nazaret!» (Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Barcelona, Destino, 1993, págs. 140-141).

Sí, es necesario decirlo bien alto: hay creencias que no son nada respetables, y opiniones directamente equivocadas. Kant hablaba de la necesidad de «una reforma institucional en materia de religión». ¡Y esto lo escribía en 1784! Más de dos siglos después esa reforma institucional sigue pendiente, y el poder sacerdotal ratificado. Y es que enseñar a leer no es solo enseñar a descifrar un código sino enseñar a interpretar el código descifrado, salir de la minoría de edad, por emplear los términos kantianos: enseñar a pensar en suma. Cuando el mundo era un libro sin intermediarios, todo lector podía asomarse a él con asombro y miedo al mismo tiempo. Pero llegaron las lecturas interesadas, sobre todo las religiosas, y esas interpretaciones del libro natural propiciaron el dominio sobre todos los ámbitos de la vida humana. Es preciso librarse de esos reglamentos, fórmulas y dogmas que «constituyen los grilletes de una permanente minoría de edad»; hay que prescindir de todo exégeta sagrado. O de lo contrario, ahora que por fin (casi) podemos leer el libro del mundo sin intermediarios, caeremos en poder de los nuevos gurús, gurúes o sacerdotes del mundo amenazador que se avecina.

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2 comentarios en «Cuando el mundo era un libro (3.ª y última parte)»

  1. Si Montag es la posibilidad de luchar contra la desaparición de la literatura, la conclusión de la serie es heredera de Sontag y su «Against interpretation», donde denunciaba la tendencia de la hermenéutica a suplantar al arte o a rebajarlo o a condescender con sus imperfecciones o a presentarse como el revés de la trama. Lo sagrado ha acabado contaminándolo casi todo. Hasta las activistas proaborto reclamaban que este era «sagrado», lo cual me parece el rizo rizado. En fin, la infantilización ha progresado a tal ritmo que las celebraciones nupciales parecen fiestas de primera comunión…
    Eso es de lo poco con que mi espíritu anarquista aún «comulga»: Ni dios(es) ni amo(s)…

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    • He respondido ya tantas veces a su merced con el consabido «con vos me entierren», «que fuera osado intento repetirlo». Pero sí: cuando vi y leí lo de «el aborto es sagrado», pensé: «Hay que ser gilipollas, y en el fondo rebaño sin ápice de crítica, para elegir un lema tan estúpido». ¿Ahora que estamos intentando desacralizar la sociedad —con escasos resultados según se ve—, utilizamos el adjetivo ‘sagrado’ para cosa tan laica y sin doctrina? ¡Pues medrados estamos! En bandeja se lo pusieron al tapado ministro destapado…
      Los refugiados en el hostal de los dioses amables bendigan a su merced como para mí deseo.

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